POR SOLEARES, ESTUVE EN LA BODA REAL.
Edgard J. González.
Publicado en Mayo del 2004. *
Todavía
aturdido por el cambio horario, y
cansado por el ajetreo de tantas actividades en el breve espacio de cuatro
días, he regresado luego de cumplir con
el ineludible compromiso de asistir al matrimonio del Príncipe de Asturias, Felipillo, con su último y demoledor levante,
la que lo puso turulato y a sentar cabeza, Doña
Leticia Ortiz Rocasolano, celebrado en la Catedral de La Almudena frente al
célebre Palacio Real, históricos edificios unidos por una enchumbada alfombra
roja.
La
aventura comenzó en el aeropuerto de Barquisimeto el jueves 20 de mayo, cuando
abordé el vuelo chárter directo a
Madrid, especialmente contratado por un centenar de guaros ilusos, a quienes
“les hacía también mucha ilusión” presenciar en persona la Real Boda en la
propia Madre Patria, aunque la mayoría de esos caroreños, duaqueños, quiboreños, cubireños, rioclarenses y
barquisimetanos, acariciaban la esperanza de poder ingresar a la iglesia o
al palacio confiando en que, siendo los españoles nuestros ancestros, pudieran
mostrar en la organización de sus actos la
negligencia y el paterrolismo que caracteriza la mayor parte de los eventos
en Venezuela, lo que les permitiría colearse aunque fuese en las hileras de
atrás durante la ceremonia eclesiástica, o en las últimas mesas del banquete,
bajo aquel toldo fenomenal y codeándose con
la flor y nata de los sangriazules. Tuvieron que conformarse con ver pasar
el Rolls Royce de techo transparente
desde la calzada, a quince metros de distancia y como pañales de viejo,
empapados, pues cayó una lluvia
amazónica, tropicalísima, que debe haber causado miles de constipaciones y
resfriados, para alegría de médicos y farmaceutas.
La premura con que se hicieron los arreglos para el
viaje a España encarató las reservaciones
vía Internet y algunos tuvieron que hospedarse en hotelitos de poquitas
estrellas, lejos de la capital. Nos explicaron que era de tal magnitud la marabunta de asturianos venidos para la
boda de su coterránea, que el gobierno de Rodríguez Zapatero estuvo a punto de
declarar Emergencia Nacional, ante la invasión
de gaitas, pañuelos y sidra en todas partes. Fueron literalmente una plaga que copó hoteles, hosterías,
restaurantes, tascas, el Metro y cuanto sitio estuviera en la ruta por
donde pasarían los recién casados. La policía sospecha que eran falsos muchos de estos presuntos asturianos,
españoles de otras partes que se hacían pasar por gente de Asturias “na’más que
pa’dase caché”, dada la patria chica de la ilustre novia. Yo, llegué al Ritz, lo cual lamenté después por cierto incidente poco glamoroso del cual fui
parcialmente inculpado por una esposa comprensiblemente disgustada pero
injusta. En la suite de al lado estaba Carolina
de Mónaco, a quien conozco desde que era una niña, y como quiera que en la
Cena de Gala del viernes su marido optó
por quedarse oyéndome contar chistes hasta pasadas las cinco de la
madrugada, con sus correspondientes whiskyes
(él, que yo no tomo alcohol), ella me considera responsable del retraso de
su cónyuge para la ceremonia, a la que ella
tuvo que asistir como la una, íngrima y sola, aguantando las malas lenguas
en treinta idiomas distintos por la misteriosa ausencia del zángano, que a
esa hora dormía la pea y apenas logró llegar a tiempo para la foto del grupo,
donde lo esperaba su buen pellizco. Lo arrastraron hasta el aeropuerto y, según
él me contó luego por teléfono, debió soportar regaños durante toda la travesía
hasta el Principado, y la noche del
domingo ná de ná.
A
estas alturas vosotros lectores estaréis
preguntándoos cuán cerca estuve de los eventos en cuestión, suponiendo que
cuando mucho habría tenido la suerte de ubicarme tras la barrera, en el trayecto donde los
príncipes de Asturias iban más despacio, marcado el paso por los espléndidos jamelgos de la Guardia Real.
Pues no podéis estar más lejos de la sorprendente realidad. Sucede que, por razones de Seguridad y de Modestia,
hasta ahora había mantenido parte de mi
identidad escondida, pero los factores que me obligaban a vivir en la semiclandestinidad social ya han
variado y puedo, con la anuencia de los
Borbones y sus consuegros, compartir el
secreto de mi abolengo con el selecto club de lectores que cada semana estáis
pendientes de mis artículos. Ocurre que mi gracia completa es Don Edgard de Jesús González González de
San Juan y Rocasolano, Conde de la Docencia, Duque de las Evaluaciones e
Infanto de Artigas y San Martín. Por mi natural propensión a pasar
desapercibido, opté por esconder mis
títulos, reducir mis ilustrísimos apellidos y abreviar el segundo nombre hasta condensarlo
en su inicial para mimetizarme, como
en efecto lo he logrado, con las
sociedades del nuevo mundo con las que he convivido por décadas.
Queda
sobreentendido que yo era uno de los
1.700 invitados a la Boda Real, y lo de viajar en compañía de cien ultraplebeyos, algunos de ellos
excesivamente cabezones, como los avecindados en las adyacencias del Morere, formaba parte del parapeto que
convenientemente me ha permitido convivir en tierras guaras formando parte del
paisaje y sin llamar demasiado la atención. Aunque de vez en cuando ha habido
personas que aseveran ver en mí, ese
donaire, esa distinción, ese jenesequá, propio de quienes son el producto
de siglos de consanguinidad interpares,
que en casos conduce a la bobera o la imbecilidad. Pardiez, que no es mi
caso, afortunadamente.
Por
supuesto que no fui a pantallear, más bien me mantuve de bajísimo perfil casi todo el tiempo, lo que explica que ni
siquiera mis compañeros de chárter se dieron cuenta de que había formado parte de la exquisita élite que
disfrutó, tanto de la cena de gala como de la ceremonia eclesiástica y el
elegante almuerzo, siempre tratando de pasar lo más escondidillo posible. Solamente en una ocasión perdí la
compostura y ocasioné un incidente que, por suerte, no fue captado por alguna
de las 60 cámaras de TVE y los paparazzi
estratégicamente ubicados en torno a los invitados. Recostado muy
discretamente a una de las inmensas puertas de la catedral, disfrutaba con
placidez del desfile de refinadas damas
y elegantísimos vestidos, lo mejor de la haute couture europea, cuando aparece aquel engendro disfrazado de chapulín colorado, con medias chillonas, de
diferentes y horribles colores, más un gigantesco corazón de pésimo gusto
complementando el mamotreto. Le salté, poseído de una furia infernal y
dispuesto a vengar aquella afrenta al
buen gusto y al protocolo. De no ser por los chavales del servicio secreto,
a estas horas la tal Ágata estaría
en algún hospitalete y yo en chirona, aunque feliz por haber hecho lo que a
millones se les ocurrió en el momento de ver aquel homenaje a la fealdad y al ridículo. Durante el almuerzo se me
acercaron no menos de veinte damas, Rania de Marruecos entre las primeras, a agradecerme por el desagravio, inconcluso,
bajo la mirada cómplice y solidaria de Pertegaz,
chiquito pero cumplidor.
La nota discordante ocurrió a mi regreso, acá en
Venezuela, ¿donde más?, y justo en el diario que publica mis escritos
dominicalmente, a raíz de un pique viejo, una animadversión gratuita en mi
contra por parte de unos señores, a quienes formalmente acuso en procura de la merecida reprimenda. Sucede que ellos mantienen una enfermiza competencia conmigo, a cuenta
de que los invitan a cuanto sarao ocurre en el estado y sus alrededores, que en
ocasiones pueden incluir a Caracas. Se las dan de taquititaqui porque, asigún,
a ellos los invitan y a mí no. La situación se puso más tensa aun desde que
lograron convertirse en invitados
vitalicios al Carnaval de Rio de Janeiro, sabiendo cuánto me encantaría
disfrutar del Sambódromo desde aquel
camarote lleno de bellas garotas,
variados licores y abrebocas, por lo que no pierden ocasión de mofarse de
mí, haciendo hincapié en el hecho de que no
he sido invitado a Rio. Inclusive en reciente almuerzo, cuando nadie nos miraba, me gritaban burlones; “Lero lero, este año tampoco te invitaron”,
acompañado de gestos y muecas de difícil descripción, y de honda repercusión en
mi estado anímico y en mi digestión. Por esos antecedentes, descubrir de
sopetón que formé parte de la élite de
dignatarios y monarcas invitados a la Boda Real, debió impactarlos, e
impotentes ante el hecho cumplido, tomaron su venganza publicando en primera
plana una foto del inmenso grupo, pero recortando los extremos, en uno de los
cuales me encontraba yo, de orgulloso
liquiliqui y abrazado a una de las princesas solteras más apetecibles y
apetitosas (desde la cena se empeñó en atacarme, atraída por mi condición
entre plebeyo y aristócrata, y más estimulada por mi estado civil de casado, “divorciado está de moda, querido”, me
susurraba sensual). Para disimular la
mezquindad, publicaron otra foto del grupo entero, en el segundo cuerpo,
pero sabiendo que en ella yo desaparecía
detrás de la inmensa pamela de la damisela en cuestión.
A pesar de diversas
y pecaminosas propuestas, enseguida me regresé a Venezuela, pues no quería
arriesgarme a llegar con retraso a una
cita que tenemos todos con la Democracia; Este fin de semana vamos a reparar para lograr un referendo
revocatorio que nos devuelva la paz y nos encamine hacia la Justicia, la
Prosperidad y el Futuro.
NOTA: Esa boda tuvo lugar el 22 de mayo del 2004, y este recuento humorístico fue publicado días después, pero como de esa época es difícil recuperar cualquier material publicado en formato impreso, no digital, no hay enlaces (links) a esos textos, lo publico ahora en mi Blog, porque hace poco apareció guardado en un archivo muy viejo, afortunadamente en buen estado. Tengo otros artículos de la misma índole humorística, referidos a otras bodas "de mis parientes reales".
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