UNA BODA MEDIO REAL.
Edgard J.
González.
Publicado originalmente en diario impreso, en abril del 2005.
Este artículo
narra resumidamente un periplo que
realicé por compromisos sociales, de cuando
estuve al otro lado del Atlántico, tratando de reconocer buena parte de aquella porción del continente europeo
que constituyó mi hogar por varios años. A propósito escogí para viajar una
fecha que me permitiera algunos días libres para el reencuentro con mi pasado de estudiante, antes de cumplir con la obligación ritual del 8 de abril, que fue el motivo primordial de esa visita a
Inglaterra. Fui prácticamente un súbdito más desde 1968 hasta los últimos
días de 1970, cuando compartí la condición estudiantil con hombres de la talla
del Príncipe Charles y Bill Clinton,
aunque el primero de ellos estaba asignado al King’s College mientras yo pertenecía al Saint John’s, ambos en Cambridge,
y Bill cursaba estudios en la Universidad rival en excelencia, Oxford, asignado al Rhodes College, a una hora de distancia
por carretera, aunque a menudo los tres
echábamos nuestras canitas al aire, siempre dentro de la más absoluta
discreción, conscientes de las trascendentales
responsabilidades políticas que por cada uno de nosotros aguardaban a la
vuelta del destino.
Por supuesto
que las relaciones de amistad,
especialmente entre jóvenes, traen no sólo el compañerismo y las juergas, sino ciertas complicaciones que, en el
caso de Charles derivaron del inevitable roce
con algunos de sus familiares (recuerden que estoy también emparentado con la familia real española, tal y como
discretamente reseñé en el artículo en torno a la boda de mi pariente Felipe con la esbelta Leticia, ahora
parte de mi familia, por afinidad), y con algunos de sus levantes, entre los
cuales destaca una agraciada aunque más
bien tímida muchacha a quien llamábamos en confianza “Cam”, por ser el nombre del
río que atraviesa la ciudad universitaria donde nos devanábamos los sesos (yo más que él, pues de antemano él tenía las materias aprobadas, aunque
ni siquiera asistiera a los exámenes, cosas
del linaje, que por aquellas latitudes bastante que ayuda), y
coincidencialmente, las tres primeras letras del nombre de la por entonces simple levante, Camila, quien nos
sorprendiese a todos al lograr prolongar
ese noviazgo no sólo a través del tiempo sino a través de su matrimonio y el morganático de Charles con Diana Spencer,
tristemente fallecida en 1995, en misterioso accidente donde se mezclan
peligrosamente grandes fortunas, el
origen egipcio del novio, dilemáticos intereses geopolíticos, religiosos y
monárquicos, que no voy a discutir acá.
Dicen que la mujer es paja seca, el hombre fuego,
y si al diablo le provoca soplar, pues sobreviene la pasión, y entonces
interviene la física-biología, con lo de que aquello tiene más fuerza que una yunta de bueyes y cuando el dinamo
inferior se enciende el superior se apaga y todas esas necedades que miles
de años de convencionalismos han
acumulado para tratar de explicar los saltos
cualitativos y cuantitativos que uno da en materia sexual, sea para seducir
a una mujer o para evitar ser seducido, que también ocurre. Pues mi amistad con
Carlitos (no el Morocho del Abasto, sino
el primogénito de Isabel II, a quien en lo sucesivo denominaremos como se
le solía llamar, “la Pure”, cariñosamente por supuesto), produjo incómodas
situaciones de atracción y de rechazo, ya que casi simultáneamente me presentó a su hermana, Ana, a quien
la adorna esa nariz que es blasón
inconfundible en la familia, y a su por entonces pioresnada, lo que ahora
llaman marinovia, y que si todavía está como para jugarle unos
quinticos, imaginen ustedes lo buena que estaba con 35 años menos y sin el
desgaste que en su maquinaria forzosamente han producido el primer matrimonio y
las andanzas a escondidas con el vástago
de Búckingham. Por un lado tuve que lidiar con los continuos y muy extrovertidos avances de la hermana, a
quien rechazaba con la mayor elegancia, y por el otro lado me engarzaba en
divertidos jueguitos con Camila, a
espaldas no sólo del amigo-príncipe sino de sus guardaespaldas, que tenían
órdenes de vigilarla, pues creo que Charles
algo ya sospechaba, aunque jamás nos agarró con las manos en nuestras
respectivas masas. Ana se encaprichó fuerte conmigo por algunos meses, al
extremo de haber estado en una ocasión durante ininterrumpida hora y media tras de mí, en el trayecto de
Cambridge a Londres, hasta que me le pude escabullir en el tráfago de la Estación Victoria. El tiempo y las
advertencias de “la pure” lograron disuadir
a Anita de su “infatuación” por mí, lo que fue altamente beneficioso para este humilde servidor,
a la luz de lo ocurrido en aquel túnel de París en agosto del 95. La casa real
inglesa no se anda con pendejadas a la hora de eliminar cualquier bicho de uña que se presente como inconveniente,
y si no tuvieron consideraciones con el buenote de Dodi Al Fayed, con la enorme fortuna que lo respaldaba, la
perspectiva de que su hijita pretendiera mantener una movida con un venezolano, republicano, demócrata, y casi tan limpio
como la porción de piel, tendones y hueso vinculada al extremo inferior de la
tibia y el peroné de una dama dedicada a funciones de saneamiento jabonoso de
las ropas a las orillas de una corriente fluvial, en otras palabras, como talón de lavandera, no les
gustaría. Que si a Dodi le dieron hasta por el cielo de la boca, qué no
hubieran sido capaces de hacerme los
“paparazzi” que le dieron bollo a
Lady Di y a su piramidal y faraónico jevo. Barajo el tiro.
Es un tanto
vergonzoso tener que reconocer que entonces era y ahora sigo siendo un paria de las altas finanzas, pero con la
frente muy en alto sostengo ante mis apreciados lectores mi condición de limpio,
lo cual sobrellevo con mucha dignidad y
alcurnia en circunstancias ordinarias, pero representa un problema de marca
mayor cuando, en virtud de mi abolengo,
de mi heráldica, de mi linaje, de mis relaciones de consanguinidad y afinidad
con algunas casas reales de Europa y
Asia, debo atender compromisos sociales ineludibles, tales como la boda de
mi primo octavo con Leticia y este enlace próximo a realizarse, entre dos
miembros de mi selecto círculo de
compañeros de estudios y parrandas de los sesenta, a quienes me unen no
sólo los buenos momentos compartidos en calidad de amigos, sino los apasionados
encuentros furtivos que Camila y yo
tuvimos mientras disfrutamos de lo que en apropiado inglés se denomina un “flirt”, sin consecuencias que debamos
lamentar, afortunadamente. La realeza, luego de milenios de entreveros sociales, está acostumbrada a cualquier tipo
de situación enrevesada, que, fuera del ámbito de las añejas monarquías,
pudieran representar complicadísimos problemas de difícil solución, pero son rutina entre grupos dinásticos que
suelen cometer adulterio, filicidio,
parricidio, marricidio, y cualquier asesinato que involucre a un pariente,
pasando por todo tipo de adicciones, incluida la ninfomanía, campo en que sobresalió Catalina de Rusia. Los “menages
a trois” apenas generan cómplices miradas y la benevolencia de los mayores,
todos duchos en estos menesteres y conscientes de que eso ayuda a formar el carácter de los futuros monarcas. Es tal la
naturalidad con que se toman estos asuntos extraoficiales del corazón, que fui
el primero en enterarse (antes aún que mi amigo y “socio” Charles), del enlace
de la pertinaz Camila con el “pichón de cornudo” Parker Bowles, e igualmente sé de los preparativos para esta la segunda boda de ambos, con
antelación incluso a “la vieja”, ya que tanto Camila como Carlos saben que
pueden contar conmigo incondicionalmente, sin
los resabios ni prejuicios de los hipócritas a su alrededor, con los que
deben lidiar a diario.
Precisamente,
con la intención de contribuir al realce de esta significativa boda entre los dos divorciados más famosos de
Inglaterra y el Reino Unido, traté de convencer a Camila de organizar su
himeneo civil a la increíble altura de una celebración de lo más chic y
glamorosa a la que asistí recientemente, inscrita en la moderna tendencia lito-minimalista, que
involucra un tierrero y algunas rocas elegantemente distribuidas, pero
amablemente declinó aceptar mi sugerencia, ante la imposibilidad de modificar el protocolo establecido
desde hace varios meses por los encargados del Castillo de Windsor. Luego
les cuento.
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