miércoles, 27 de mayo de 2020

Por Escocia, las Irlandas, Gales e Inglaterra.

Por Escocia, las Irlandas, Gales e Inglaterra.
Edgard J. González.

En la vacación de diciembre 1969 viajé por tren a conocer Escocia, al norte de Inglaterra (que junto con Gales e Irlanda del norte conforman el Reino Unido). Luego de visitar Edimburgo, al SE de Escocia, seguí al NE a visitar un amigo en Aberdeen, un compañero del Saint John´s College en Cambridge, estudiante de Música, Alex Wilson. Él y sus padres fueron muy amables anfitriones, y pude conocer parte de esa bucólica ciudad y sus alrededores, en una pequeña camioneta con dos asientos delante y espacio techado para carga detrás. Alex me había invitado a esquiar, pero al llegar al sitio donde alquilaríamos el equipo y nos dedicaríamos a esa actividad, sin bajarme del vehículo vi la empinada colina donde se deslizaban docenas de esquiadores, y le confesé que el ser tropical que yo era, por nada permitiría que la ley de gravedad me hiciera su víctima en esa peligrosa pendiente, y proseguimos haciendo turismo de muy bajo riesgo, con algunas escalas para tomar fotos de paisajes rurales y urbanos, e interior de iglesias. En junio de 1970 disfrutamos de la celebración universitaria llamada May Ball, en Cambridge, que incluye actos culturales, competencias de punts (canoas) en el río Cam, y fiestas bajo carpas (sobre la grama, únicos días que los estudiantes pueden pisar el césped) con trajes de gala, abundantes buffets, y desayunos en posadas a orillas del río. A finales de 1970 regresé por barco, en travesía de 19 días desde Southampton a La Guaira, parando en puertos de Galicia, Tenerife y Trinidad. Todavía no sé cómo extravié la libreta donde anoté las direcciones de mis amigos de esa época, y dos décadas después, con las maravillosas opciones que comenzó a ofrecernos la Internet, traté de averiguar esas direcciones perdidas, pero me topé con el modo de ser inglés, que a mi solicitud de esa información -debidamente identificado como ex alumno- me indicaron que “iba contra las normas por tratarse de datos particulares”. La misma respuesta obtuve cuando les propuse que le enviaran a ellos mis direcciones (de casa y el e-mail). En 2018 descubrí que aquel Cambridge se había flexibilizado en algunos aspectos, Ya Saint John no era sólo para varones, y supuse que la rígida normativa sobre las direcciones de los ex compañeros había caducado. En efecto, la encargada de organizar la data sobre los alumnos y ex alumnos resultó ser muy amable y eficiente, y pude contactar a algunos de los que compartieron vivencias académicas y turísticas conmigo. Lamentablemente, la actualización no fue agradable en dos casos; Alex, mi amigo escocés, dedicaba parte de su tiempo libre a su afición de escalar montañas y falleció al caer a un precipicio en 1974, con apenas 28 años de edad. Y mi amigo mexicano, Ignacio Madrazo, con quien además de ser vecinos en Cripps Building, edificio premiado por su Arquitectura en el 68, fui compañero de viaje turístico en agosto/septiembre 69, recorriendo en su Morris Mini Minor Francia, las dos Alemania, Checoeslovaquia, Austria, Italia y Suiza, falleció en un accidente de helicóptero en 1998 en México.
Edgard J. (izq) y Alex (der) con sus damas (el caballero de la dama del medio, está tomando la fotografía), en el May Ball de Cambridge 1970. 

De Aberdeen fui a Inverness, la ciudad más al norte de Escocia, más nieve y hermosas montañas. El viaje a Glasgow, al SW, consumió 7 largas horas en tren, las dos primeras me conformé con mirar por la ventana, pero en ese vagón venía un joven ciego, David Shearer, acompañado de su perra lazarillo, Shona, y me puse a conversar con él buscando que ambos saliéramos de nuestras respectivas soledades. Me dijo que vivía en Glasgow, ciudad industrial, pero trabajaba en Edinburgo de lunes a viernes (no recuerdo por qué había estado en Inverness). La conversa nos amigó, y al salir de la Estación decidí acompañarlo a su casa, relativamente cerca en autobús. Ocupaba un cuarto pequeño, en el cual había un sofá, su ancha cama y la cama perruna de Shona. Era 31 de diciembre y David me invitó a despedir el año 69 con él, ofreciéndome en derroche de amabilidad su cama, que él dormiría en el sofá. Por supuesto no acepté crearle esas incomodidades, y me fui de nuevo al centro, conseguí una habitación barata y pulcra en la posada de la YMCA. Me di un reconfortante baño y salí como a las 9.30 pm en busca de mi cena. Lo único que vi abierto fue un restaurante chino en un primer piso, pero estaban cerrando (raro, porque el nuevo año lo celebran los chinos en otra fecha). Las siguientes horas disfruté de un maravilloso evento que me hizo casi sentir que estaba en Venezuela rodeado de familia, evento que narré en artículos cuyos enlaces  les dejo abajo. Por ello, el 1º de enero de 1970 sentí cierto remordimiento al imaginar que mientras yo disfruté de una noche muy agradable y en buena compañía, David debió aburrirse en esa transición del 69 al 70. De modo que fui a visitarlo y me contó que estuvo hasta casi el amanecer festejando con sus amigos en esa calle, se bebieron dos botellas de buen whiskey -escocés of course- y muy probablemente él disfrutó más que yo y por más tiempo aquella noche.
David (izq) Edgard J. (der) y Shona, indiferente a la cámara. 311269

De Glasgow viajé en avión a Belfast, en Irlanda del norte, donde el grave conflicto entre la mayoría protestante y la minoría católica mantenía la tensión en alto, con el IRA (Ejército revolucionario de Irlanda) cometiendo atentados y el ejército inglés vigilando en los sectores más encendidos. Por tomarle una foto, un soldado inglés en medio de un círculo de alambradas de púas, me apuntó con su rifle, más como mecanismo de defensa que como amenaza real. Vi un conjunto de casas de dos pisos, muy angostas y antiguas, destruidas por sus propios ocupantes, católicos, para forzar a las autoridades, protestantes, a asignarles parte de unos apartamentos que estaban casi terminados a poca distancia, una manera de contrarrestar el sectarismo en favor de los adjudicatarios de religión protestante. ¡ Cuánta violencia y tragedias han provocado las simples diferencias de creencias de cada grupo dogmáticamente “enemigo” !.

De nuevo en tren viajé al sur y en Dublín hallé la urbe con más tiendas de objetos, libros, imágenes de figuras del catolicismo, de toda la Europa que recorrí. Como era habitual, busqué alojamiento cercano a la Estación del Tren (yo entonces viajaba con una maleta más grande y pesada que una osa mascota, debía recortar los trayectos desde y hacia el tren). Pagué tres días por adelantado, sin ver la habitación, en un hotel del Salvation Army, y era un cubículo de dry Wall de 3 x 1,5 mts, deprimente. Hice de tripas corazón, me bañé en el baño común, y salí a pasear, con la suerte de toparme con un grupo de jóvenes estudiantes de Texas que turisteaban por Dublín. Conocí a Christine, hermosa y muy simpática, quien me presentó al profesor a cargo del grupo y me invitaron a seguir con ellos el tour en su autobús. La invité al cine, esa noche fuimos a ver “Las sandalias del pescador” con Anthony Queen de Papa en el Vaticano. Ese film dura más de dos horas, durante las cuales el frío afuera había aumentado y al salir nos sorprendió a todos, y los que debían tomar un taxi no respetaban el orden habitual en el ámbito inglés al que yo ya estaba habituado. Varias veces nos empujaron cuando estábamos a punto de ingresar a un taxi, hasta que opté por dejar las maneras inglesas y meter a Christine en el próximo taxi, rumbo a donde se hospedaba su grupo. Yo caminé hasta mi cuchitril, a varias cuadras del Cine, pero al tocar la puerta un hombre en una ventana del 2º piso “me informó” que la hora tope de ingreso en ese sitio era las 12 pm (no me lo dijeron cuando pagué, pero no atendió mi justo reclamo, y sólo eran como las 12.15 pm). Luego de varios intentos infructuosos, fui hasta una cabina telefónica en la calle, y solicité auxilio a la policía. Fue un deja vu de mi pasado, me ignoraron como si fuesen policías de país bananero, a pesar de decirles que me mataba el intenso frío. De nuevo, y a patadas en la puerta, logré que el encargado se asomara, y lo convencí de que me devolviera mi maleta, la cual lanzó afuera, en un abrir y cerrar de puerta rapidísimo. Caminé con mi insoportable maletón, hasta encontrar un hotelito tan confortable, con ambiente musical y eficiente calefacción, que pude dormir sin pijama, al estilo “comando”.
Christine, en Arklow, cerca de Dublin, Irlanda, ene 1970.

Ya reincorporado desde enero a mis actividades de Research en el primer trimestre académico de 1970, en febrero adquirí en una subasta de vehículos militares, una camioneta Land Rover y con ella hacía turismo cercano, en Inglaterra y Gales, los fines de semana. En uno de esos paseos, topé con una tienda de “antigüedades” que exhibía parte de su mercancía en la calle, y al curucutear descubrí una silla mecedora sin las patas curvas largas que las distinguen. Tenían un ingenioso mecanismo de resortes que permitían balancearse hacia atrás y adelante, aunque luciera como una silla normal de cuatro patas iguales. El tendero no aceptaba cheques, y yo no tenía las 9 libras que costaba la maravillosa mecedora. Me acompañaba un amigo venezolano, que no se entusiasmaba como yo por aquel raro y seductor mueble, y se negó a prestarme el efectivo, alegando que era una mala compra. Tuve que conformarme con “llevarme la mecedora” en una fotografía. Nunca más he visto una igual.


El tendero apoya su mano sobre la mecedora sin patas curvas, Gales marzo 1970. 

Ya cercana la fecha de la salida de la Motonave Montserrat para retornar a Venezuela, descubrí en Cambridge una casa de subastas de objetos usados, en la que -para mi asombro- un juego de sofá y dos poltronas en buen estado, al que yo calculaba un precio de al menos cien bolívares, luego de varias pujas comenzando por pocos chelines, era vendido al que ofertó el equivalente a ¡ tres o cuatro bolívares ¡. Allí adquirí dos alfombras “persas” y un rifle Diana de aire, que disparaba balines (el cual me decomisó arbitraria y retrecheramente el funcionario a cargo de revisar mi equipaje, en la aduana del puerto de la Guaira, como para que no me quedaran dudas de a donde regresaba. Lo más probable es que sus hijos hayan disfrutado por mucho tiempo jugando con MI rifle). La compra más valiosa que hice en esa subasta de los viernes, fue de un piano vertical, bien conservado y bello, tan antiguo que al levantarle la tapa de arriba, salía abisagrado hacia el frente un atril de metal para colocar las partituras. La tentación por aquel hermoso instrumento fue incrementada por su increíble precio, lo compré por una libra esterlina (Bs 10,80). Lo peor fue que, como ya había vendido mi Land Rover, tuve que pagarle a un tipo con una camioneta pick up otra libra, para trasladarla hasta la habitación que yo alquilé por el poco tiempo que me restaba en Cambridge, y la landlord me exigió que sacara el piano, porque -otra vez el modo de ser inglés- era probable que no le gustase al estudiante que ocupaba ese cuarto durante los trimestres regulares. Así que tuve que buscar a mi amigo Simón, y una carretilla plana de 4 ruedas, para trasladar aquel hermoso piano hasta la residencia de una amiga, a la que no le importunaba tener mi reliquia en sus dominios. Ya no había tiempo para tramitar la inclusión del piano como parte de mi equipaje, lo más voluminoso ya lo había llevado a Southampton, además salía muy caro, de manera que -por única vez en mi vida- actué como un padre irresponsable con una “criatura” a la que adoraba pero no podía llevar conmigo.


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