Otras
anécdotas deliciosas.
Edgard
J. González.-
Con doce años hice el papel de paje en una obra de teatro clásico dirigida por Romeo
Costea, estrenada en vivo y directo por Televisa
(luego sería Venevisión) y con tres presentaciones en la Alianza francesa, en una vieja y grande casona, cerca del final
oriental de la avenida Andrés Bello en Caracas. Mi breve actuación no tuvo
problemas en su transmisión televisiva y en sus dos primeras presentaciones en
la pequeña sala de la Alianza. Pero, ya con el traje, la peluca y el maquillaje
para representar al paje, vienen al
camerino los directores del Conjunto Infantil Liliput, a cargo del programa
Bambilandia (que salía al aire los
domingos a las 5 pm, también por Televisa y en vivo). El señor Pedro M. Layatorres se limitó a
saludarme, pero la señora Esther B.
Valdés me dedicó algún tiempo, en tono agudo y modo argentino; “Ché, esta noche tenés que esmerarte más,
recordá que nosotros estaremos en primera fila, pendientes de vos, de cada gesto
y palabra”. Eso me puso nervioso, lo cual nunca me había pasado (ya era
veterano en radionovelas). En el clímax de la trama, yo entraba al escenario y
anunciaba algo trascendental “el
matrimonio de la princesa se deshizo”, a partir de lo cual el drama
arreciaba, por lo que implicaba la información crucial que yo daba. Sin
inconvenientes las tres veces anteriores, esta vez los nervios me hicieron cometer
un error, ni siquiera me di cuenta de qué exactamente, pero lo supe porque en lugar de la reacción de asombro general
a raíz de mi anuncio, esta vez hubo risas. Pregunté en el camerino, y supe
que había gritado anunciando que “¡ la
princesa se deshizo !”.
El 26 de febrero de
1998 ocurrió un Eclipse solar que fue
visible en toda Sudamérica y los venezolanos se prepararon con
anticipación, algunos viajaron a la Península
de Paraguaná, en Falcón, donde el evento
astronómico ofrecía más visibilidad por la escasa nubosidad y los constantes
vientos. La noche anterior, dos amigos de ALDA
(Asociación Larense de Astronomía) participaban en un programa de la
estación televisiva Promar, informando
detalles científicos sobre el evento por suceder. Necesitaba hablar con uno de
ellos, a quienes veía por TV, y fui a la sede de Promar, en el este de Barquisimeto, donde pude ver el final del
programa preparatorio. A Guerrero y
Morillo les solicitaron participar en el programa que transmitiría el
eclipse, y ellos, para evadir ese largo
compromiso, al verme allí, raudos propusieron que yo me hiciera cargo al
día siguiente, sin siquiera consultarme esos muérganos. Yo agradezco que en la
lotería de los millones de espermatozoides
que compiten por fecundar el óvulo materno, el vencedor transportara la Y que me hizo varón, porque era
incapaz de negarme a cualquier cosa que me propusieran, y de haber sido hembra
habría sufrido no menos de 22 embarazos. Llegué a las 10 am, en la planta José Barreras se encargaba de las entrevistas, mientras Caripá transmitía desde el Zoológico de Bararida, indicando las presuntas variaciones de conducta de
los animales a medida que la luz solar se difuminaba gradualmente al
atravesarse la Luna. Durante horas
di explicaciones y respondí -en la medida de mis conocimientos- preguntas del
entrevistador y de la audiencia. Dos incidentes menores ocurrieron; Caripá
había informado que a los animales les
dieron temprano lo correspondiente a su cena y al ocurrir el eclipse, estos
habían asumido que ya era de noche, siendo todavía de tarde. Yo aproveché esa
información para indicarle a los de Promar que llevaba allí más de seis horas, los animales del Zoo ya habían cenado,
y ¡ a mí no me habían dado ni un vaso de agua!. También apareció como
invitada una “astróloga”, que disertó
sobre “las consecuencias astrológicas del eclipse sobre la humanidad”, y cuando
hubo la pausa para propaganda, Barrera le propuso que sería interesante que me hiciera la carta astral. Al
preguntarme -en off- cuál era mi signo
zodiacal, de inmediato le advertí que yo
rechazo todo tipo de paparruchadas, y que me dejara fuera de su dinámica.
Cuando Barrera le preguntó si ya tenía mi carta astral, ella -un tanto
nerviosa- le dijo que no, que “eso era un asunto muy delicado”. Como
complemento a esta anécdota, lean: www.analitica.com/opinion/las-mentiras-del-horoscopo/
Siendo alumno del Liceo de Aplicación, iba en autobús
para llegar a tiempo, pero regresaba a mi casa a pié, porque para retornar no
hay que cumplir estricto horario y es
más divertido caminando. En una ocasión el tráfico en la avenida Páez se
detuvo, a la altura del Bar Maitena,
y tuve que hacer a pie las tres cuadras hasta el LA, que entonces tenía casi
enfrente, en medio de la avenida Páez,
el monumento de la India del Paraíso,
luego mudado al inicio de la avenida, a la entrada de La Vega y Montalbán. Con estupor observamos el motivo de la tranca vehicular: Un carro modelo años 50 había chocado
contra la parte inferior del monumento, quedando destrozada su porción frontal, muerto el conductor, y en la maleta abierta
se veían muchos guantes, bates y pelotas
de beisbol. Luego supimos que esa persona, acuciada por quién sabe qué razones personales e intensas, dejó
escrito que estaba muy enamorado de la India, que pasaba a
menudo por allí pero ella ni se dignaba
a mirarlo, y optó por chocar su carro contra el alto y esbelto monumento,
como prueba extrema de su amor no
correspondido. Era instructor de beisbol en una organización para promesas
juveniles, y tomó la decisión menos indicada.
Tres del IPC; El recordado y
buen profesor Pedro Felipe Ledezma,
solía conversar fuera del aula con quienes disfrutábamos escuchar sus
historias, y una de ellas refería que durante la anterior dictadura militar (Pérez Jiménez, nov 48 ene 58), siendo adeco y combatiendo desde la clandestinidad,
en ocasión de cambiar de “concha”
(escondite temporal) manejaba nervioso su vehículo y no pudo evitar atropellar a un peatón, como tampoco su ética le
permitía dejarlo allí y darse a la fuga. De modo que optó por cumplir su
deber esencial, montó al herido en su carro y fue hasta el Puesto de Socorro de Salas (donde hoy está la sede del Ministerio
de Educación), estacionó al frente, cargó a su víctima y lo colocó sobre una
camilla que estaba en la entrada. Gritó “un herido, un herido”, y tuvo la suerte de escapar sin que lo
detuvieran, dirigiéndose a su nueva concha. Casualmente conocí bien ese
centro hospitalario, pues mi madre
-enfermera- trabajó allí varios años, y yo estuve con frecuencia en ese
Puesto de Socorro, incluso aprendí lo
elemental de sacar radiografías, me adiestró Parra, el radiólogo, y varias veces me ocupé de hacer rayos X de casos sencillos, fracturas
en brazos o piernas. A la entrada, había un área rectangular en la que
regularmente estaba una camilla, para ganar tiempo en caso de emergencias. A la
derecha, pero sin vista hacia afuera, estaba el área ocupada por la Policía o la PTJ, que sí veían el
espacio donde atendían a los heridos, y a la izquierda estaba la mitad del edificio
-de apenas dos plantas- destinada a las salas de hospitalización. Esa
organización espacial permitió que el profesor dejase a su accidental víctima en condiciones de ser atendido, y
que él pudiera culminar su cambio de concha exitosamente.
El
Pedagógico de Caracas tiene un
edificio central muy bello y sobrio, pero los estudiantes de Geografía e Historia, y de Filosofía, estábamos
ubicados en “el pueblito”, dos
hileras de salones de una sola planta, construidas en la parte trasera del
terreno del IPC, donde luego levantaron un sencillo auditorio para substituir
al viejo teatro, sacrificado en aras del
Distribuidor La Araña. Un andino humilde y servicial, el señor Uzcátegui, era el bedel que
resolvía todo en nuestro Departamento. Cursando ya el cuarto año de la carrera,
un hijo del apreciado señor Uzcátegui fue vilmente
asesinado, con un tiro de rifle FAL desde la esquina suroeste de los
terrenos del Hospital Militar.A 20
metros hay una franja de unos 4 metros de ancho, por donde circulaba el ferrocarril en el oeste de Caracas
(pasaba a 250 metros de nuestra casa materna, en Artigas), y al cesar el funcionamiento del tren, esa franja fue invadida y sobre ella
construyeron cientos de pequeños ranchos. En una de esas precarias
viviendas, frente al HM, vivía una muchacha que era cortejada por el hijo del señor Uzcátegui y por un soldado de la
tropa encargada de custodiar el Hospital Militar. La chica prefirió a Uzcátegui
y el cobarde militar desahogó su
despecho matando al rival. Por supuesto que al enterarme del lamentable
suceso, averigüé la dirección de la casa donde velarían al occiso y asistí a dar mis condolencias al señor Uzcátegui.
Me sorprendió que yo era el único del Pedagógico allí presente, ningún alumno o
profesor fue, y ello me obligó a ir al entierro al día siguiente, por el temor
de que no hubiera alguien del Pedagógico acompañando al servicial bedel en su
despedida al hijo. El sepelio tuvo lugar en “La Peste”, una ladera semi-empinada donde asignan parcelas a
quienes no tienen ni pueden pagar una en la parte plana del Cementerio General del Sur, Caracas. A todas estas, yo era el único
asistente del Pedagógico, y el señor Uzcátegui la única persona que yo conocía en aquel reducido conglomerado de
dolientes, de manera que todo el tiempo estuve cerca del acongojado padre en
duelo, haciendo equilibrio en la leve
pendiente donde cavaron la fosa y sembraron al joven. Culminado el proceso
de cubrir la humilde urna con tierra, un señor mayor le dice al señor
Uzcátegui, que está a mi lado, “Compadre,
4723”, El señor Uzcátegui, entre sorprendido y molesto, le responde: “No compadre, estos no son momentos de
estar jugando terminales”. Y el amigo le aclara: “¡ No es un terminal de lotería, es el número de la cruz sobre la fosa,
para que ubique a su hijo cuando venga a visitarlo !”. En La Peste no hay
las coordenadas usuales para
localizar una precisa tumba, tan sólo la sencilla
cruz de madera rústica pintada de negro, con su número en blanco.
En
el IPC los del turno de la mañana teníamos clases
de 7 a 12, y un mediodía, ya de salida, uno de mis compañeros durante los 4
años de estudios, caminando a mi lado me dice que tiene un terrible dolor de cabeza, y al preguntarle sobre la posible razón,
algún alimento que le produjo indigestión, el extremo calor de aquella mañana,
me respondió que el dolor de cabeza se lo produjo por abrir un bolígrafo. ¿Tan apretada estaba la tapa? Le pregunté,
medio confundido. Y muy serio me dijo que por
el enorme esfuerzo de abrirlo sin tocarlo, usando exclusivamente su poder
mental !Casi tres años después ese mismo compañero fue el primero en visitarme, a mi regreso de Europa, en enero del
71: Me anuncia una sorpresa y vamos a su vehículo, estacionado a poca distancia
de mi casa, y me muestra a su esposa, una
linda y simpática joven, de quien yo había sido inofensivo y breve noviecito
años atrás.
En
aquella Televisa donde Bambilandia presentaba su programa
dominical, tuve el privilegio de ver a Celia Cruz, con la Sonora matancera,
sobre un templete improvisado en el estacionamiento, durante el Carnaval de 1958. Y una dramatización muy
comprimida de los sucesos esenciales de la Semana Santa, con el primer actor Pedro Espinoza haciendo de Cristo, y yo
entre docenas de extras, de diversas edades y sexos, que veían pasar a Jesús de Nazareth cargando la cruz
frente a la multitud. Como todavía no
existía el videotape, y todo salía
en vivo y directo, el tiempo entre escenas sí que era oro, y el coordinador
me asignó la tarea de correr en determinado momento, algo normal en un niño en
cualquier época, por la larga entrada lateral de garaje, que hacía de calle. Mi
llegada al final de la “calle” sería la
señal para tener lista la siguiente escena, la resurrección. En aquel set habían elaborado con madera y cartón
la cima de una montaña, que se abriría
lentamente para dejar salir a Cristo
levitando. Aquel decorado tendría unos 3 metros de alto por 3 de diámetro,
y Espinoza debía ingresar por detrás y permanecer en cuclillas, hasta que con alambres -casi invisibles a la cámara, con
imagen en blanco y negro- separaban en
dos mitades aquella cima, y el actor, subiendo por una escalera, muy
despacio para dar la impresión de que flota, se muestra casi de cuerpo entero
sobre la montaña, la imaginación se encarga del resto. Todo salió bien en el ensayo previo, pero cuando comenzaron a
tensar el alambre, este se rompió, y la montaña por supuesto que no se abrió.
Espinoza, un veterano de la actuación, al darse cuenta de que el mecanismo no
funcionaría, hizo de tripas corazón,
subió la escalera hasta que con sus
brazos pudo empujar las dos mitades de la cima, lo cual, junto a su
expresión de Cristo disgustado, ofreció un
final muy sísmico y diferente a la escena originalmente diseñada, con cero levitación y mucha fuerza bruta.
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