Frontera tricofóbica, avión de lona.
Edgard J. González.
En abril de 1970 viajé
con una pareja casada, heterosexuales, en una camioneta Land Rover que había adquirido usada en
una subasta de vehículos militares, al norte de Inglaterra, por supuesto con el
volante a la derecha, pues los del Reino Unido y la Commonwealth conducen por
el canal izquierdo. Ya habíamos hecho algo de turismo interno en Inglaterra y Gales, pero esta vez el tour nos
llevaría a atravesar el canal de Dóver a
Calais en Hovercraft, una nave inmensa que traslada vehículos en el primer
nivel, y pasajeros en butacas en el segundo nivel, haciendo el mismo trayecto
que los ferries pero sobre un colchón de
aire (tiene poderosas hélices debajo, que la hacen levitar a pocos centímetros del piso de concreto por donde ingresan
directamente a sus entrañas los vehículos y pasajeros, y del agua que separa a la isla británica del continente firme con
el cual conforma Europa. Otras hélices, sobre cubierta, soplan hacia atrás, impulsando la nave
hacia delante. La travesía, que en ferry duraba dos horas y media, en esta
maravilla, el Hovercraft, podía reducirse a 45 minutos, con la ventaja de que no ocurre el bamboleo de arriba abajo, que
para quienes somos propensos al mareo, puede ser molesto.
Recorrimos Francia
de Noroeste a Sureste, visitamos París que
bien vale mucho más que una misa, ingresamos a España por San Sebastián,
fuimos a Pamplona, Madrid, Toledo, giramos
a Portugal, nos deleitamos con Coimbra, Lisboa, Faro, y reingresamos
por el sur hacia Andalucía y sus maravillas, Sevilla, Granada, Córdova, Málaga.
Allí nos embarcamos en un ferry hacia
Ceuta que, con Melilla, son territorios de ultramar de España,
colindantes con Marruecos, al extremo NW de África. La aduana en la frontera marroquí estaba en una pequeña
oficina a la izquierda de la angosta carretera de dos canales, bajo un enorme
techo de unos 12 x 12 metros. Estacioné a la derecha de la vía, y los tres
veíamos con asombro que el piso bajo
aquel alto techo, además de estar sombreado, estaba cubierto de mechones de
pelo de gran variedad de color y textura, como el piso de una barbería
tradicional en horas de mucha actividad. Mis dos acompañantes le dieron sus
pasaportes al funcionario, a través de una pequeña ventana, y este procedió a sellarles la entrada sin mediar palabra.
Pero cuando yo me coloqué frente a la ventanilla y le entregué mi pasaporte, el tinterillo con muy malas pulgas me
lo devolvió diciéndome en mal tono que yo
no podía entrar a su país porque tenía mi cabello demasiado largo. Al
protestar por lo que supuse era una arbitrariedad del empleado, me dijo que era
una orden del rey de Marruecos, Hassán
II. Entonces comprendimos la razón de aquellas docenas de mechones de pelo
cubriendo todo el piso en el área destinada al trámite aduanero.
Imaginen ustedes, en el año final de la década de los
60, con los Beatles causando furor
en Europa, América y buena parte del resto del mundo, su música, su vestimenta y sus peinados marcaban la pauta para los
varones que cayeron hechizados bajo su potente influencia cultural, y un monarca absolutamente anodino y
retrechero, impone la prohibición de ingreso a SU reino, para quienes no lleven
su cabello corto, lo que involucra a la mayor parte de los jóvenes que en
ese entonces hacían turismo por el planeta.
Ante la disyuntiva de tener que devolverme, perder el viaje en ferry y la oportunidad
de conocer Marruecos, opté por pedirle a mi amigo (cuyo corte era casi
militar) que de manera disimulada se agachara en el piso peludo y recogiera mechones de pelo parecido al mío
(negro y lacio entonces, hoy con nieves perpetuas), y a ella que hiciera con sus tijeras (toda mujer lleva en su
cartera 128 artículos, incluyendo 23 totalmente inútiles) como si estuviera
cortándome el sobrante que rechazaba el estúpido y anacrónico monarca, mientras yo embutía mis cabellos bajo la
gorra. Luego de la ruidosa parodia,
con sonidos y ademanes tijeriles muy obvios para el obediente súbdito en la
nómina aduanera, y un montón de pelo negro en mi mano, fui hasta la taquilla y le lancé al abusivo empleado el pasaporte y
el pelero. Él reaccionó disgustado llamándome “irrespetuoso”,a lo cual yo
respondí: “Irrepetuoso es su rey, que
impone esta caprichosa medida a quienes vienen en plan turista. Y no me
haga perder más tiempo, que ya perdí demasiado pelo con este ridículo trámite”.
Aparentemente eliminado el motivo para negarme el ingreso, aquel empleadillo
tuvo que sellarme el pasaporte, y pudimos
conocer Rabat, Tetuán, Casablanca, Tánger, Fez, sus callejuelas y bazares, siempre
manteniendo mi cabellera oculta bajo la gorra, evadiendo un segundo desagradable encuentro con algún funcionario
ansioso de cometer un mini atropello para complacer al caprichoso en el trono
y, quizás, ganarse alguna felicitación por mantener
en alto cánones obsoletos, reñidos con los avances de la civilización y las
directrices de Los Beatles (que a pocos días de llegar a Londres, en septiembre del 68, me recibieron con su
lanzamiento del video en el que ofrecían su “Get back” desde una terraza en un 4º piso, mientras los peatones
en la avenida se paraban y volteaban hacia aquel espacio del cual emanaba esa
deliciosa canción. Habría sido interesante que
visitaran Marruecos en esa época, a
ver si en el aeropuerto se hubieran atrevido a exigirles que mutilaran sus
cabelleras, para complacer a Hassán, o serían deportados de inmediato).
Los ingleses en
formalidad están en las antípodas de nosotros, que podemos conversar con
cualquiera y en cualquier parte, como si nos conociéramos de años. Si no ha
ocurrido la formal presentación, difícilmente
un inglés conversará con un extraño, y eso abarca los espacios comunes que
comparten los miembros de un College,
que es el multiespacio que ofrece
residencia, capilla, comedor, Junior common room, canchas de juego, áreas
verdes, en el cual convergen estudiantes de pregrado y postgrado (Research)
de todas las especialidades, cuyo común denominador es ese Colegio al que pertenecen y con el cual deben identificarse en
términos sociales, deportivos, culturales, académicos, etc. El príncipe Carlos (luego casado con Diana por arreglo morganático y
convivencia catastrófica) fue asignado al King´sCollege
en 1969, al Enmanuelle College iban
los hijos de la “nobleza”. A mí me asignaron al Saint John´sCollege, que tenía un edificio llamado el “new building” porque era dos siglos
más joven que el resto de las viejas edificaciones. Pero habiendo sufrido
durante 7 semanas los rigores del frío
propio del invierno boreal en enero y febrero del 69, desesperado exigí que
me ubicaran en una residencia con mejor calefacción, y tuve la suerte de que
estaban desocupando un apartamentito del Cripps Building,
por el que yo babeaba a diario, pues había ganado el primer premio de Arquitectura el año anterior, y sus instalaciones
eran modernas, con calefacción suficiente como para suspender el curso intensivo de pingüino que yo estaba realizando,
contra mi voluntad y mi naturaleza tropical, en mi primera residencia,
fuera del campus.
A quienes han visto alguna de las películas de “Harry Potter” les aclaro que esa
arquitectura no es exclusiva de Hogwarts,
pues la absoluta mayoría de los
comedores y capillas de las antiguas universidades de Inglaterra son de ese
estilo, de piedra labrada con extrema sobriedad. La toga es de obligatorio uso para la cena, y se diferencian en el largo de las mangas, cortas para los alumnos
de pregrado (cuyas mesas están en el
centro), a media distancia entre codo y muñeca para los de postgrado (con mesas al lado izquierdo de la nave), y tapando parte
de la mano para los profesores, que
se sientan al fondo, donde está el altar en las iglesias).
Si mal no recuerdo, sería en mayo de 1970, cuando uno de los research students con quienes había compartido muchas cenas, se
levantó y, con cierta solemnidad, porque formalmente
no había sido “introduced” a todos los allí presentes (yo no lo conocía),
nos preguntó; “¿Alguno de ustedes
querría volar conmigo una hora por dos libras y media de costo? (a Bs 10,80
que se cotizaba la libra esterlina entonces, eran 27 bolívares, una ganga por una hora de diversión y turismo aéreo).
Al unísono levantamos las manos Bernard
(inglés, amigo mío) y yo. El joven que había hecho la propuesta simplemente
nos dijo: “Nos vemos mañana a las 9 am en la puerta principal del College”. Y
aquel sábado, muy puntuales, estábamos Bernard y yo esperando al piloto que nos había obligado a morder su anzuelo con sólo
mencionar que volaríamos. La aventura comenzó casi de inmediato, pues
resulta que Bernard y nuestro Saint
Exuperi local eran motociclistas, y compitieron en velocidad en el trayecto
al aeropuerto, conmigo, aferrado a Bernard, de chivo
expiatorio de aquel exceso en dos ruedas,, que
felizmente no tuvo incidente que lamentar.
En el pequeño y sencillo aeropuerto de Cambridge, llegamos a un galpón mediano, y nuestro
piloto preguntó quién iría en la primera hora de vuelo. Lógicamente señalé a Bernard y recibió un raído traje de una pieza que cubría las cuatro
extremidades y el tórax, que se usaba sobre la ropa que uno llevaba. Nuestro
anfitrión de aventura aérea se fue por unos minutos, al cabo de los cuales
apareció con un avión biplano forrado en
lona obscura, con hélice en la proa y
dos compartimientos, no techados, con nuestro piloto en el asiento trasero,
y al delantero fue a dar el pionero Bernard. Aquella obvia reliquia de los años
30 se alejó muy lentamente, y luego los vi despegar, tan despacio se elevaban
que parecía una proyección en cámara lenta. Al cabo de lo que debe haber sido
un lapso correspondiente a una hora, reapareció
el biplano frente al hangar donde yo esperaba. Bernard, con la hélice
girando, se bajó y se quitó el overall, entregándomelo, y haciendo señas de que
me apurara. Mientras me vestía de copiloto de la entreguerra, le pregunté
tímidamente cómo había sido el vuelo, y Bernard,
con picardía, se limitó a mostrarme sus dos puños con el pulgar hacia arriba.
Ocupé mi puesto
entre la hélice y el piloto, observé que también tenía volante, palancas y una manguera negra corrugada, que
mediante señas a un espejo retrovisor
a mi izquierda, el piloto me indicaba que me la pusiera al oído. Era nuestro equipo de comunicación, un
extremo en mi oreja y el otro extremo en
la boca del capitán, y cumplía su propósito a pesar del ruido del motor a poca
distancia frente a mí. Maniobró hasta la
cabecera de la pista, y suavemente nos deslizamos por ella hasta que aquel armatoste pareció comenzar a flotar,
tan lenta era nuestra elevación que casi
daba la impresión de que estábamos en un globo de aire caliente. Cuando
aquel avión estuvo a unos trescientos metros de altura respecto del aeropuerto
y la cercana ciudad de Cambridge, seguimos desplazándonos en leve diagonal de subida, y el espectáculo que ofrecían todas las
porciones que yo reconocía de la ciudad universitaria, era tan maravilloso,
y aquella especie de suspensión imperceptible desde la cual disfrutaba de la
mejor pantalla de cine que jamás hubiera conocido, que, lo juro por mi madre, durante esos diez minutos que nos tomó
alejarnos de áreas pobladas, pensé que yo
repetiría aquella vivencia cada sábado, por extremadamente placentera y barata. El
avión ascendió a unos 800 metros y entonces
vi que el piloto, con la manguera en la boca, me hacía señas para que pusiera
mi extremo en la oreja, y me hizo la pregunta de las 64.000 lochas: “¿Are you ready?”. Confundido, sin
entender por qué me preguntaba si estaba
listo, cuando ya llevábamos más de diez minutos volando, no tuve otra opción
más que mostrarle mi puño con el pulgar hacia arriba. De inmediato el avión se dirigió en perfecta vertical
hacia tierra, para girar 180 grados en sentido contrario y subir a toda
velocidad, conmigo convertido en alguien congelado por la sorpresa y el miedo. Arriba, el angelito con quien
pensaba compartir cada sábado -antes de que la situación diera ese vuelco
inesperado-, se dedicó a hacer maniobras
de giro en vuelo horizontal, loops y
giros laterales, por unos 15 minutos, durante los cuales yo sufrí mi vía crucis personal, intentando no
tocar ninguno de los controles correspondientes al asiento delantero, no fuese
a empeorar involuntariamente aquel caos, mientras
vomitaba hasta residuos de comidas de hacía semanas, que mis ahorrativos
intestinos seguramente guardaban para una ocasión como esta.
Nuevamente el piloto en el retrovisor, con aquel
revoloteo mi pierna izquierda se había
enredado con la bendita manguera corrugada y la saqué de su ubicación regular,
quedando Saint Exuperí 2 y yo a merced
de las señas en el retrovisor. Agradecí la utilidad de aquel overall que
recibió buena parte de mis restos digestivos, salvando a mi ropa y evitándome la humillación de regresar al College
embadurnado y oloroso, no precisamente a Chanel Nº 5. Opté por darle al
retrovisor nuevamente un “thumbs up”,
ya que suponía que no me quedaba nada que expulsar de mi cuerpo, el mareo ya me
ocupaba al 100%, y no era apropiado
interrumpir su diversión al Ingeniero estudiante de postgrado que apenas
olvidó mencionar que en sus fines de semana se dedicaba a su afición por las
acrobacias aéreas, y como le cobraban 5 libras por el alquiler del avión
durante una hora, averiguó que podía incorporar a otro en el asiento delantero,
pues alquilaba todo el avión, y con ese acompañante él podía volar dos horas
con las 5 libras que pagaba antes, para volar una hora, solo. Bernard luego me confesó que por nada me
hubiera informado sobre las maromas aeronáuticas, a él le fascinaba el
efecto que esas locas volteretas provocarían en mí, y eso era un plus en
aquella experiencia. ¡ El mareo me duró
tres días !. Aquel frenesí acrobático fue mi debut y despedida.
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