Con veinte bolívares
en plena Democracia.
Edgard J. González.-
LA FIESTA DE LA SECTA. El 23 de enero del 58 en la madrugada, se
fue huyendo del país el cabecilla de la anterior dictadura militar. “La vaca
sagrada” bautizaron al avión que despegó a obscuras en la pista de La Carlota,
con tanto miedo y tal apuro, que dejó una maleta full de billetes, aunque ya
había depositado afuera lo suficiente para vivir como multimillonario el resto
de sus días. Muchos otros personeros, civiles y militares, también huyeron,
pese a que pocas semanas antes el régimen -represivo y corrupto- había cometido
fraude electoral y volteado los resultados de un plebiscito, creyendo Tarugo y
sus cómplices que garantizaban con ese ardid su permanencia por otros seis años
en el poder. Tampoco pudo vaticinarse la estruendosa caída del vergonzoso Muro
de Berlín en el 89, ni el colapso de la URSS en 1991. Lo que llaman “Cisnes
Negros”, inesperados y trascendentes giros que da la Historia, sin que los
temporales regidores del poder puedan preverlos o impedirlos. Los protagonistas
de esos cambios son seres anónimos y sencillos, que gradualmente van juntando su
indignación y sus convicciones hasta hacer reventar la dimensión de las
arbitrariedades que los limitaba en sus derechos y libertades, sometiéndolos a
los caprichos de una élite que se sobreestima a sí misma, hasta que salen corriendo
despavoridos para salvar sus miserables pellejos.
Ese año 58 de alzamientos
militares de la derecha y de la izquierda, con las arcas vacías en virtud del
afán peculador que caracterizó al desarrollismo perezjimenista, yo ingresé a
una agrupación juvenil que, hace poco, en la triste ocasión de que asesinaran a
otro estudiante, quien ocupa la presidencia de la república afirmó en cadena
nacional que es una Secta de la extrema Derecha. Entonces no sólo ignoraba que
estaba en una secta maligna, sino que disfrutaba de las diversas actividades en
que semanalmente participaba, y todavía hoy, a décadas de aquellas vivencias, sé
que nunca ha sido una Secta, y que quien así la denomina refuerza con esa
afirmación la mala fama que se ha ganado a pulso, entre la gran mayoría de los
venezolanos, que vieron con muy malos ojos, tanto que tildara de secta a la
Organización SCOUT, como que sumara esa mentira con pésimas intenciones, al
crimen del que fue víctima un jovencito de 14 años, vilmente asesinado por un
policía del régimen. Es una de las mayores abominaciones, asesinar a quien
ejerce su derecho a la protesta, y difamarlo luego, como para asesinar también
su reputación y su memoria.
Pertenecía yo a la Tropa Orinoco,
y nos reuníamos -si la memoria no me juega una de esas travesuras con las que
suele molestarme- en Chacao, algo lejos de mi casa por San Martín, pero en
aquella Caracas que conservaba bastante de su tranquilidad de urbe adolescente
(en 1957 vi una placa en el Centro Simón Bolívar, que indicaba que la capital
ya tenía un millón de habitantes), los traslados de un extremo a otro no
implicaban mayor gasto, ni de tiempo ni de dinero. A medio el pasaje, 0,25
céntimos para llegar desde cualquier punto de Caracas a su centro, entonces en
El Silencio, compartido entre la Plaza Miranda y el enorme sótano del CSB, que
servía de terminal para muchas líneas autobuseras, que convergían allí
provenientes del norte, el sur, el este y el oeste de la futura metrópoli. En
la organización Scout se aprendían muchas cosas, siempre relacionadas con el
Escultismo, la vida en campamento, seleccionar madera de ramas secas, aprender
a colocarlas de la forma más idónea para hacer fogata, cocinar recetas
sencillas y apropiadas para actividades grupales al aire libre, hacer nudos,
lenguaje de banderas, cantos, bailes, juegos, pero sobre todo nos inculcaban
solidaridad, aprendíamos a ser compañeros y a funcionar en equipo. En el
movimiento Scout se enseña a trabajar y
a respetar, a esforzarse para cualquier logro, y a ser humilde y disciplinado
en la medida en que las circunstancias lo exijan. Los Scouts preparan al niño
(Lobato) al púber (Scout) y al adolescente (yo fui luego Scout Marino, bajo la
guía de una persona excepcional, Adolfo
Aristiguieta Gramko, Psiquiatra y Scouter, a quien debo parte de mi formación
como hombre de bien), para una vida útil
en condición de adultos maduros y equilibrados. Seguro estoy de que Kluivert habría llegado a ser una
persona de méritos, valiosa para la Sociedad, de no haber truncado su
existencia un ramalazo de la primitiva represión que busca sembrar el terror
entre los demócratas venezolanos, que unen fuerzas para recuperar a la Patria.
En una
oportunidad me asignaron la tarea de preparar una Fiesta para el grupo, pero no
debía gastar más de 20 bolívares. Y lo logré. Les recuerdo que una gavera de 24
refrescos costaba al por menor Bs 6 (comprándola directo del camión salía más
barata), y todos los precios eran asombrosamente bajos, en especial comparados
con los actuales. De manera que incluyendo los vasos y platos de plástico, los
pasapalos, etc, cumplí mi asignación ateniéndome de forma estricta a ese mínimo
presupuesto, veinte bolos máximo.
EL TERREMOTO. En
julio de 1967 Caracas cumplía 400 años de fundada, y hubo festejos de toda
índole ese mes para celebrar el cuatricentenario de la capital (hasta Billo le
compuso una pieza en que hacía mención de ese extraordinario onomástico). Era
sábado aquel fatídico 29 de julio, soleado, bonito, nada hacía presentir la
tragedia que se avecinaba. Aunque algo negativo me había pasado a mediodía: Un
chico a quien le habían dejado un vehículo para que lo lavara, terminada su
tarea y como tenía las llaves, tuvo la ocurrencia de dar un paseo con el carro
ajeno, resultando yo el perjudicado, pues aquel mal conductor, por supuesto
menor de edad y sin licencia, al esquivar una concavidad en la calle, el
pavimento hundido en una zanja mal tapada por el INOS, chocó por detrás mi
vehículo estacionado a la izquierda, diagonal a mi casa. Aquel mozalbete
irresponsable no tenía ni para pagar la quinta parte de la reparación (maleta
abollada) que luego pagué yo (nunca supe quién era el propietario del vehículo
que chocó el mío, y era muy improbable que asumiera su obvia responsabilidad
por los daños causados). La ley de la Relatividad de Einsten la vivimos los que
aquella noche sentimos el terremoto: Con epicentro a 20 kilómetros al norte,
bajo el mar, estremeció con mayor ímpetu la franja que ocupan Altamira y Los
Palos Grandes, pero en el resto de Caracas -aunque con menor intensidad- se
sintió aquel extraordinario sismo de 7 grados en la escala de Ritcher, y cada
asustado habitante del tembloroso espacio padeció cada segundo convencido de
que fue diez veces más el tiempo en que
las casas produjeron un ruido sordo al vaivén de las ondas sísmicas que
jamaquearon nuestra ciudad. Al otro día recorrí parte del litoral varguense,
pude observar una quinta de dos pisos inclinada unos 30 grados, en Caraballeda,
a pocas cuadras de Mansión Charaima, un edificio de seis pisos al cual le
habían agregado un piso adicional, probablemente sin permiso ni cabillas
suficientes, por lo que esa última planta se desmoronó, causando daños al resto
de la estructura, que debió ser demolida. Se nos grabaron los nombres de los
edificios San José y Neverí, en Los Palos Grandes, porque colapsaron
totalmente, convertidos en siniestros amasijos de concreto roto y cabillas
dobladas, macabros escombros aprisionando docenas de tragedias familiares entre
aquellas placas superpuestas. Luego supimos que ambos fueron responsabilidad de
la misma Ingeniero, que obtuvo ganancias extra al usar cabillas de menor
calibre, y otras irregularidades que condujeron a esos desplomes absolutos,
pero ella no asumió tampoco sus terribles responsabilidades, de inmediato se
fue del país. La congoja colectiva no se desahogó en tribunales.
Esa
noche, pocos habían cenado pues el terremoto sorprendió a la mayoría antes del
condumio nocturno, y nadie se atrevía a ingresar a su respectiva casa en busca
de alimentos, por temor a una réplica. Yo fui hasta la Panadería que estaba en
la avenida San Martín (esos locales comerciales desaparecieron por las obras
del Metro, hoy están otros allí, incluso un Automercado Día a Día, chivo
expiatorio de las incapacidades del régimen, ocupa parte de aquel espacio donde
funcionaba la vieja Panadería), y compré veinte bolívares de pan del que
llamamos “francés”. Me dieron ciento sesenta panes, cada uno costaba una locha,
doce y medio céntimos de bolívar, y llenaron un saco de papel en los que viene
la harina de trigo para su hechura. Esos panes calmaron el hambre de mi familia
y nuestros vecinos. A la medianoche más pudo la necesidad de dormir que el
miedo a una repetición del sismo, y negociando con ambas emociones, la mayoría
se acomodó en sus colchones en el piso de la sala, para estar lo más cerca
posible de la calle, en caso de que las placas tectónicas decidieran seguir con
su desagradable rochela.
LOS CARNAVALES. En la Caracas de finales de los años 60 todavía mantenían
el inocente entusiasmo de antaño, las carrozas desfilaban por las grandes
avenidas, atravesando buena parte de la creciente urbe, prodigándose en sus
diversas alegorías sobre los camiones y su carga de disfraces, reinas, papelillo
y caramelos, “aquí es, aquí es” para alegría de los niños, un espectáculo
diurno. Y los Templetes en algunas plazas atraían a los habitantes de las
cercanías, sarao nocturno con orquestas y concursos para elegir los mejores disfraces,
aunque pasadas las 10 pm aquello adquiría atmósfera de antro de cierta
peligrosidad, exclusivo para los adultos, muchos de los cuales amanecían acostados
sobre el piso, extenuados por el baile y el licor. Claro que había otras
celebraciones menos riesgosas y más elegantes, en los clubes particulares,
donde las bebidas, los pasapalos, la música y los disfraces elevaban sus
calidades y precios, para ofrecer ambientes donde el disfrute y la seguridad
estaban garantizados. Yo descubrí el festejo carnestolendo del Hotel Tamanaco y
fui beneficiario muchas veces de ese privilegio. Era tan famosa la diversidad y
la creatividad de los disfraces de quienes iban al Tamanaco ocultando sus
verdaderas identidades, que mucha gente se arremolinaba a la entrada nada más
que para admirarlos, aunque no ingresaran para participar en la fastuosa
celebración puertas adentro.
Yo, con
22 años, traje con camisa manga larga, yuntas y corbata, pagaba cada noche los
Bs 20 que costaba el acceso, así como les suena, veinte bolívares apenas para
gozar del Carnaval que montaban en el Tamanaco. Como nunca he fumado ni bebido,
además de que siempre he podido controlar mis esfínteres y mis ansias de comer,
me pasaba las cinco o seis horas de festejo carnavalero, entretenido con los disfraces,
viendo a mujeres y hombres desinhibirse al compás de la música y estimulados
por el alcohol, “on the rocks” o con burbujas, que ambos eran accesibles para
casi todos los bolsillos en aquella época. No faltaban las “negritas”, una fija
en cualquier fiesta de Carnaval, independiente del status social de los
asistentes. Muchas de ellas andaban cazando al marido, que echaba una cana al
aire sin saber que su cónyuge era testigo de la guachafita, y en algún momento
se lo haría saber con un dramático reclamo frente a aquel gentío. Otras
negritas, hastiadas de las infidelidades de sus hombres, no sólo en carnaval
sino todo el año, usaban el disfraz para echar sus propias canas, gozando al
máximo por unas noches en compensación por el año de cachos que soportaban,
procurando llegar al hogar antes que el inocente esposo, a quien los estragos
del licor le impedían sentir los cuernos, que él piensa son exclusividad de su
sufrida consorte. Pero lo que esencialmente me convocaba cada noche de carnaval
al Tamanaco, era que lo amenizaba nada menos que Tito Rodríguez y su Orquesta, que
además de su incomparable instrumentación y la maravillosa voz del cantante
boricua, contaba con el sensual añadido de una hermosa y curvilínea mujer, Marta
si mal no recuerdo, vestida con lo que creo se llama Leotard, muy ceñido a su
escultural cuerpo, que se tongoneaba delicadamente al ritmo de cada pieza. Y yo,
a la menor distancia posible, parado cerquita de los músicos, de la bella
acompañante, y del sublime puertorriqueño que, con su traje de dos tonos, y su
excepcional voz, hacía vibrar a todos los presentes con su particular
interpretación, que convertía cada canción en una obra digna de ser catalogada
como su éxito más recordado: “Inolvidable”. Y todo eso por veinte bolívares de
aquella era, cuando disfrutábamos de lo que hoy añoramos. Parte de tiempos
mejores que algunos afiebrados pretenden negar, es tal su alienación que los
consideran inferiores al presente de carestías y crímenes que enfrentamos a
diario. Y ni siquiera para disfrutar de Tito Rodríguez en persona, había que
hacer cola.
13 abril, 2015.-
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